Reproducimos la columna de opinión de Adolfo Alvial, Director ejecutivo del Club Innovación Acuícola de Chile y ORBE XXI.
«El resultado de la votación en la Comisión mixta del Parlamento, que resultó en la aprobación de la ley que crea el servicio de biodiversidad y áreas protegidas, tiene un sabor agridulce. Dulce porque se fortalece la institucionalidad dirigida a proteger el patrimonio natural del país con medios y recursos necesarios para que se haga de modo informado y efectivo. Dulce también, porque se rechazó la indicación del Ejecutivo que perseguía prohibir la salmonicultura en todas las áreas de reserva, sin distinción de la clasificación de éstas, generando incertidumbre para el trabajo y la inversión en regiones donde la actividad ha sido fundamental para que esas zonas pasaran, en menos de 4 décadas, de estar entre las más pobres a ocupar un lugar entre las que presentan más altas tasas de crecimiento, inversión, empleo, ingreso promedio y desarrollo de múltiples servicios en los polos generados por el sector. También es dulce porque en defensa de la industria se movilizaron miles de trabajadores y proveedores, cuyo ingreso depende de ella y gracias a la cual, sus hijos han podido materializar muchos sueños, antes impensables. No eran los empresarios quienes desfilaron y alzaron la voz, ni un puñado de trabajadores utilizados, como irrespetuosamente han sugerido voces extremas».
«Pero surge la amargura en la discusión observada. En ella se evidenció la falta de conocimiento y comprensión de los parlamentarios que apoyaron la prohibición, quienes mostraron argumentos centralistas y alejados de la realidad del sur y de la propia industria salmonera, ignorando el impacto económico y social de esta actividad, así como el entramado de proveedores y actividades relacionadas que dependen de ella. No saben que en torno a una veintena empresas productoras giran más de 4.000 proveedores que encadenan otras actividades del sector agrícola, transporte, manufactura, metal mecánico, construcción naval, ingeniería, tecnología avanzada, educación e investigación, y miles de microempresarios y trabajadores de territorios rurales. También desconocen los rigurosos estándares de calidad, inocuidad y sostenibilidad que la industria salmonera debe cumplir para competir en los más exigentes mercados internacionales. La industria no sólo debe demostrar el cumplimiento de las normas de esos países, sino además satisfacer un conjunto de certificaciones internacionales que velan por la demostración de las mejores prácticas en materia de sostenibilidad, incluyendo el medio ambiente. Las cosas no se han hecho de espaldas a la normativa y las buenas prácticas, como suele sugerirse por los detractores de la salmonicultura y cuyos argumentos compran representantes de la ciudadanía, desinformados y que no demuestran mayor interés en entender mejor la realidad y visitar directamente las operaciones».
«Finalmente, la mayor amargura surge al constatarse que gobierno no se hace cargo de regular y fiscalizar mejor una actividad que genera valor para los chilenos. Simplemente buscó prohibirla en las mismas áreas que el Estado otorgó para el ejercicio de la actividad. Y lo que es peor, decidió no esperar la discusión informada con los protagonistas en el proceso de formulación de la ley de acuicultura, sino que recurrió a una indicación en una ley que crea un servicio nacional. ¿Hay pendientes y faltas en la salmonicultura?, por supuesto que sí, y se debe sancionar estrictamente a los infractores, como ha ocurrido en los casos de sobreproducción y delitos ambientales. No ha habido ni debe haber defensas sectoriales. Pero otra cosa es que el Estado ignore su responsabilidad y siga los mensajes de organizaciones ambientalistas financiadas desde el extranjero, que se han propuesto que se termine la salmonicultura en el sur de Chile, a través de una campaña millonaria que, como hemos visto en el debate, instala sus fines y slogans en algunos permeables ciudadanos».