Estudio rastreó a 25 ejemplares de ballena jorobada, comprobando que cada una tiene, en promedio, siete encuentros cercanos con embarcaciones, las que muchas veces exceden la velocidad recomendada en estas...
Estudio rastreó a 25 ejemplares de ballena jorobada, comprobando que cada una tiene, en promedio, siete encuentros cercanos con embarcaciones, las que muchas veces exceden la velocidad recomendada en estas zonas de alimentación de estos cetáceos (La Prensa Austral).
La Humanidad está enfrentando, quizás como nunca, el latente peligro de la muerte acechando cada día, a causa de la pandemia por Covid-19. Un sentimiento de desamparo e incertidumbre se vive cada día, además de un estrés en aumento, que se puede apreciar en distintos niveles.
Quizás sea éste el momento para pensar en lo que viven otros seres con los que compartimos el mundo, los que pueden experimentar sentimientos similares, pero a causa de nuestra acción.
Y no solamente hablamos de los seres más pequeños, porque hasta los gigantes del mar sufren con nuestra indiferencia y actitud depredadora.
Es lo que sucede con las ballenas, que además de vivir con la amenaza de la caza, ni siquiera pueden surcar en relativa calma en los mares más escondidos.
Un estudio reciente del Smithsonian Tropical Research Institute, y que fue publicado en Marine Policy, da cuenta del peligro que enfrentan las ballenas jorobadas migratorias (Megaptera novaeangliae) en el estrecho de Magallanes, hasta donde llegan cada año, entre noviembre y abril, a alimentarse. Y este peligro lo representan las embarcaciones.
Fresco está el recuerdo de los primeros días de marzo, cuando una ballena Sei varó cerca de Porvenir. El registro del cuerpo comprobó que había sido golpeada por un buque, debido a las lesiones que presentaba.
Este tipo de accidentes es mucho más común de lo que se cree, sólo que esa vez el animal llegó hasta una costa donde fue fácil de avistar. Pero la amplitud de la región hace que muchas ballenas mueran en sectores mucho más inaccesibles.
El Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales e instituciones colaboradoras rastrearon y modelaron el movimiento de las ballenas para evaluar el riesgo de colisiones con embarcaciones y hacer recomendaciones de políticas públicas para su protección.
Las ballenas jorobadas realizan uno de los viajes migratorios más largos de cualquier mamífero en la Tierra. La población del hemisferio sur pasa sus meses de verano alimentándose en la Antártica y Chile y sus inviernos en las cálidas aguas tropicales del Pacífico del norte de América del Sur y América Central, hasta Nicaragua.
Desafortunadamente, según determina este estudio, sus movimientos a menudo coinciden con el tráfico de buques y pueden estar en riesgo de colisión constantemente, lo que puede provocar lesiones o la muerte. Años atrás, el investigador del Instituto Smithsonian, Héctor M. Guzmán, dirigió un estudio que resultó en regulaciones internacionales para separar el tráfico de embarcaciones de las rutas de ballenas cerca del Canal de Panamá y en el sur de Costa Rica, lo cual debe reducir drásticamente las colisiones en estas áreas de reproducción.
“Diseñar e implementar Esquemas de Separación de Tráfico para Panamá y Costa Rica fue difícil, porque la Organización Marítima Internacional tenía que adoptar la medida”, comentó Guzmán, quien también es el autor principal del nuevo estudio en Chile. “Se logró usando la información científica para explicar los movimientos de las ballenas en tiempo real y gracias al entendimiento y apoyo incondicional de ambos gobiernos”, apuntó.
El estudio en el estrecho
Cada verano se alimentan alrededor de 100 ballenas jorobadas en el estrecho de Magallanes, una población lo suficientemente pequeña como para que las colisiones ocasionales con buques tengan consecuencias trascendentales. Al colocarles transmisores satelitales y rastrear a 25 ballenas durante distintos años y comparar sus movimientos con los de las embarcaciones que atraviesan este paso marítimo, el equipo descubrió que, en promedio, cada ballena estaba cerca de un buque unas siete veces por temporada. Debido a los registros detallados de rastreo de estos ejemplares, los investigadores pudieron demostrar que los animales diferían enormemente en la frecuencia con la que se encontraban con las embarcaciones: desde menos de uno hasta 18 encuentros por temporada.
“El estudio nos tomó varios años, comenzamos a marcar los animales a partir de 2010, pero fue más o menos entre 2015 y 2016 cuando logramos ponerles los transmisores satelitales a muchos más animales. Se pusieron 25 transmisores y por lo menos en tres o cuatro temporadas en el área de alimentación. Todos esos movimientos satelitales de las ballenas los pusimos al mismo tiempo con las transmisiones de todos los barcos que iban pasando por la zona”, explicó Guzmán.
En los últimos diez años, tienen registros de, por lo menos, seis ballenas accidentadas de esta forma. “El 99% de las que fueron atropelladas, nunca sabemos dónde están. Nos pudimos enterar en algunos casos gracias a que los mismos pescadores, en los alrededores de la isla Carlos III, habían encontrado alguna ballena”.
El investigador de Whalesound y coautor del estudio, Juan Capella, añade que “la población de jorobadas en el Estrecho aumentó casi 300% en 17 años, alcanzando entre 110 y 100 individuos en el 2016 y 2017 y luego disminuyó gradualmente a 65 individuos en el 2019. Además, reportamos la muerte de seis jorobadas en 10 años, incluida una hembra juvenil durante nuestro estudio. Si consideramos que la mitad de esta población son hembras, una sola muerte representa el 3% de la población femenina en plena edad reproductiva”.
Causa de los accidentes
Guzmán recuerda, a su vez, a un ejemplar que se descubrió en isla Dawson y fue marcada en Carlos III. “La ballena tenía toda su mandíbula dislocada, por lo que debió ser un golpe muy grande”.
Ahí es donde asoma un aspecto importante para que se produzcan estos accidentes: la velocidad de los barcos. Al respecto, Héctor Guzmán indica que “como el estrecho de Magallanes tiene unos 550 kilómetros, la recomendación que hacemos es que en ese pedazo en que ellos atraviesan, frente a la isla Carlos III, que es la zona principal de alimentación, que son menos de 20 kilómetros, bajen la velocidad a 10 nudos. Y eso solamente se haga en los cinco meses del año en que están las ballenas alimentándose, en primavera y verano. Otra recomendación que hacemos es que haya observadores que ayuden a las embarcaciones no solamente a navegar con seguridad, sino que den aviso de la presencia de ballenas”, indicó.
Esta velocidad se estableció sumando otros estudios realizados en el mundo, donde se descubrió que “si un barco iba a menos de 10 nudos y golpeaba a una ballena, ésta tenía entre un 70 y 80% de probabilidades de sobrevivir. Entonces si se aumenta a 12, 15 nudos, obviamente aumenta la probabilidad de que, si la golpean, no sobreviva. Y hay embarcaciones que pasan hasta a 18 nudos”.
Hay tres incidencias que también provocan los accidentes, pero de parte de las ballenas: primero, están distraídas alimentándose; otras andan con crías y no se pueden mover muy rápido, y finalmente, “el ruido que hacen las propelas cuando están navegando, la frecuencia de ese sonido, es bastante similar al que usan las ballenas para comunicarse entre ellas, entonces ese ruido enmascara la posible comunicación entre los animales”, determinó Héctor Guzmán. Además, si una ballena intenta alejarse, el mismo barco crea una especie de vacío que arrastra al animal hacia él. “Si la ballena tiene 15 metros de largo, un barco tiene 300 metros, imagínese la escala, y si las golpean, ni se dan cuenta y por eso no hay estadísticas sobre los accidentes”.
De hecho, en la base de datos que tienen, en la que comenzaron a trabajar con la ballena Sei, como la que se encontró en Porvenir, “tenemos una que aún está transmitiendo y es para volvernos locos, porque prácticamente estamos contando los días para que la atropellen. Entra y sale hacia el sector de Bahía Inútil, para alimentarse”.
En ese sentido, el Instituto Smithsonian, tras un incidente en que una ballena murió, en 2016, presentaron una propuesta a la Capitanía de Puerto, pero al haber cambio de mando, se perdió el contacto de trabajo, “entonces lo que deseamos es repotenciar este vínculo, porque ya no solo se trata de nosotros dando una recomendación, sino que ahora tenemos una publicación científica que respalda lo que estábamos diciendo y además lo hicimos en Marine Policy, que fija políticas marinas”, finalizó el investigador Héctor Guzmán, que reconoció que todo el tema de la pandemia, ha impedido que puedan tener reuniones más cercanas con las autoridades marítimas nacionales.